lunes, 24 de mayo de 2010

La Divina Comedia: Ciudad de Cristal (II)

Paul Auster es el hermano guapo de Igor, el de El Jovencito Frankenstein. Eso pensaba mientras conducíamos por el carril central de la SE-30, a la altura de la desviación a Montequinto, sentido al Paquito. Hemos decidido dar un paseo por el centro. Quizás tomar algo por allí.
En el reproductor de CD tenía puesto un disco de su hija Sophie. Qué guapa es y qué bien canta la condenada, pero sentía que en este momento no era la música que necesitaba. Eché un repaso mental de las listas de reproducción que había estado haciendo minutos antes en mi habitación y pensé cuál de ellas sería la ideal para la ocasión.
La melomanía como sustitutivo del alcoholismo.
Paul me preguntó que había estado escribiendo últimamente y le respondí que cosas. ¿Qué tipo de cosas? Tú sabes, cosas. ¿Relatos? Sí. ¿Cortos? ¿Largos? Medianos. ¿Sobre qué? Unos sobre nada, otros sobre algo.
Contestaba de esa forma porque todo era morralla que no tenía ningún interés en mostrar a nadie, y menos aún a alguien de su nivel. La cantidad de mierda que puede llegar a escribir un lechón como yo que quiere ser escritor puede ser tanta que podría ser acusado de crímenes contra la humanidad... O peor aún, podría ser tomado en serio por alguien y acusarme de ser bueno. La subjetividad puede ser muy peligrosa en ese sentido.
Tomamos la entrada a la Avenida de las Palmeras y nos volvemos a meter en Sevilla, dejándo atrás el Benito Villamarín (se llama así, coño). Vi mi reflejo en el cristal de la ventanilla, donde tenía la cabeza apoyada, y de un sobresalto me aparté; me había recordado a Alex Ubago en un videoclip y estaba empezando a rozar lo patético.
Por la calle veíamos grupos de chavales y no tan chavales andando hacia el centro, vestidos para matar. No recordaba qué día de la semana era. ¿Jueves? ¿Viernes? Día de salir, supuse. Aunque ya todos los días son días de salir.
Aparcamos en el viejo Casino de la Exposición y fuimos andando junto al rectorado hasta llegar a la calle San Fernando. Tengo que admitir que me encanta la peatonalización que hicieron. Más saludable, más bonito. Perfecta para pasear con una chica del brazo en las noches de verano. Pensando en eso me acordé de Patri, de nuestras caminatas de enamorados disfrazadas de rutas turísticas, de su piel morena bajo la luz amarilla de las farolas y de la discografía de David Bowie que me descargué cuando rompimos.
"Mira", me dijo Paul, señalándome el grupo de sintechos que hace noche siempre en los soportales junto a la sede del P.P.
Miré y no vi nada fuera de lo normal.
"Mira bien".
Miré mejor y entonces sí que lo vi.
Uno de los cuerpos estaba incorporado y rebuscando en unas bolsas. Pensé en un principio que era uno de ellos buscando algo entre sus cosas, pero al momento vi que se trataba de Kenny G. robándoles a los pobres miserables.
"Qué hijo de puta".
"¡Eh! ¡Eh, tú!", gritó Paul.
Kenny G. nos miró, se asustó, dejó caer unas mantas y salió corriendo. Los vagabundos se despertaron y al darse cuenta de lo que pasaba, empezaron a gritar a la sombra que se alejaba.
Vale, igual no era Kenny G., pero se le parecía un huevo. De cualquier manera, la posibilidad de que realmente fuera el músico fue el principal tema de conversación mientras caminábamos a la Plaza del Salvador.
Estas fueron las teorías:
1) No era Kenny G. Era su malvado hermano gemelo.
2) Era Kenny G. Había llegado a la conclusión de que su vida había llegado a un punto muerto y que no era más que una estrella olvidada, un elemento de esos de la cultura popular que la gente únicamente usa como elemento jocoso en sus charlas. El pobre Kenny G. habria, entonces, resuelto empezar de cero, emprendiendo un grandioso y épico viaje de autodescubrimiento alrededor del mundo. De alguna forma sus pasos le habrían llevado a Sevilla, a la calle San Fernando, a intentar mangarle los víveres a unos pobres mendigos para A) poder subsistir o B) por cumplir el macabro encargo de un lord del crimen que mantiene secuestrado a su único amigo: su saxofón.
3) Era Kenny G. y simple y llanamente era un hijo de puta.

En la plaza había más gente que en la guerra. Me puse de puntillas y sólo alcancé a ver una amalgama de cabezas que ocupaban cada centímetro cúbico del Salvador.
"Yo paso de quedarme aquí", dije.
"Pues yo..."
"¡Ale!", gritó alguien a lo lejos, interrumpiendo a Paul. Por un momento pensé que era una de esas veces que alguien dice vale y yo creo que me están llamando. Pero no, esta vez era alguien buscando mi atención.
Se trataba de Esperanza y Sergio, dos de mis compañeros de instituto que no veía desde el día que hice el examen de selectividad. Por aquel entonces eran novios y ahora tenía toda la pinta de que seguían siéndolos. 6 años. Qué pareja tan bonita, fiel e idílica. Qué asco.
Cinismos aparte, me alegré mucho de verles.
"¡Hola! Vaya, vaya... ¿Qué tal os va?".
"¡Estupendamente!", contestó Esperanza.
Me contó lo bien que les iba a cada uno en sus respectivos estudios (Arquitectura ella, Matemáticas él) y lo felices que eran viviendo juntos.
"Es un piso pequeño por aquí cerca. Los dos somos becarios y con eso y un poquito de ayuda de papá y mamá, pagamos el alquiler cómodamente", me explica Sergio.
Sentí una punzada de envidia y admiración.
Mientras hablaba con ellos, Paul se había encontrado con unos amigos y mantenía una charla animada. Cuando pude girarme discretamente para ver quiénes eran, descubrí con asombro a Thomas Harris y a Catulo.
"¡Hombre, Ale! No te habíamos visto".
"Suele pasar", contesté estrechándoles fuertemente la mano a ambos.
"¿Quiénes son?", me preguntó Paul señalándo a Esperanza y Sergio.
"Amigos del instituto, no los veía desde hacía milenios".
"¿Quieres ponerte al día con ellos?"
"La verdad es que no", dije sabiendo que no me escuchaban.
Me la trae flojísima la etapa del instituto ahora y siempre.
Paul mi miró con esos ojos eternos y supe que me analizaba. Supe que intentaba ver qué me pasaba, el porqué de mi actutud.
"Llevas dando bandazos demasiado tiempo. No tienes derecho a andar como un acabado de la vida siendo tan joven", me puso la mano en el hombro. "Tienes que hacer como Kenny G. y buscarte a tí mismo de nuevo, porque te has perdido, y te aseguro que una buena forma de hacerlo es darle un repaso a tu vida, a tu yo del pasado, y ver como eras para saber como eres".
"¿Quieres que tome como ejemplo a Kenny G.? ¿Seriously?".
"Tú sabes lo que digo".
Lo sabía.
Paul Auster, mi guía espiritual de aquel día, me instaba a volver a empezar... Y, qué carajo, me mola autopsicoanalizarme. Llevaba meses en plan fantasma, en mi habitación cerrada en aquella ciudad de cristal y quizás iba siendo hora de pasar página de verdad.
Me volví hacia la parejita:
"¿Hacéis algo ahora? ¿Vamos a tomar algo y charlamos?".
Les pareció genial y me invitaron a su casa, donde, me aseguraron, tenían música de la buena y un gran equipo de sonido.
Me despedí de Paul y de los muchachos, prometiendo llamarles luego para ver donde andaban y reunirme con ellos, y me fui a recordar épocas pasadas.


Concluirá...

domingo, 16 de mayo de 2010

La Divina Comedia: Ciudad de Cristal (I)

Es cierto. Cuando alguien me pregunta "¿cuáles son tus aficiones?" suelo responder: "enamorarme". Lo hago una o dos veces por semana. De desconocidas que veo de refilón, de chicas con las que suelo coincidir en el autobús, de mis amigas, de mis recuerdos... Son flechazos fugaces, visto y no visto, pero no dejan de ser flechazos intensos y apasionados; durante unos segundos estoy dispuesto a dejarlo todo por ella, a cambiar mi mundo y el de los demás, a montar una revolución, a crear un nuevo mundo sólo para los dos. Entonces ella llega a su parada, se baja y yo sigo escuchando canciones al azar en el Ipod.
El problema llega cuando ella se va y a mí ya no me interesa que canción estoy escuchando. Cuando ella se muda y yo no puedo seguir con mis tonterías. Cuando estoy a punto de pedir un  Big Mac y se me olvida lo que iba a decir. Cuando gira la esquina y ya no me acuerdo a donde me dirigía.
Estos rarísimos casos se han dado a lo largo de mi vida en contadas ocasiones. Cuatro, para ser exactos. Son anomalías en el curso natural de mis triviales rutinas diarias.
La última, la cuarta, fue Clara. Apareció de repente y a mí ya no me interesó nada más. No me interesó ni yo, que ya es decir.

Meses más tarde, ella no me quiso como estaba escrito en el guión y yo me lo tomé de la mejor forma que sé: jugando al Jenga con mis esquemas de vida. La torre se desplomaba una y otra vez y yo mientras me partía el pecho de risa con el delicioso whisky con Red Bull de Alex y el JB con Konga-Cola nervense.
Las cosas que pasan por no echarle suficiente cuenta al Ipod. Por eso decidí mejorar mi ya inmejorable discoteca.
Cuanto mejor sea la música, más dificil será perder la concentración cuando pase la siguiente niña bonita.
Ese era mi razonamiento de corazón cínico.

La otra noche me encontraba descargándome el último disco de Bruce Springsteen, porque había una chica que rondaba peligrosamente mi cabeza, cuando sonó el teléfono. "Malas noticias", pensé. Me levanté de la silla y descolgué en el segundo timbrazo.
"¿Sí?"
Hubo una larga pausa y por un momento creí que habían colgado, pero entonces escuché un garraspeo, seguido de una voz.
"¿Oiga?"
"¿Quién es?", pregunté.
"¿Oiga?", repitió la voz.
"Le estoy escuchando", dije. "¿Quién es?".
"¿Es usted Paul Auster? Quiero hablar con el señor Paul Auster".
"Vete a la mierda".
Era Paul Auster, intentándo colarme otra vez una de sus puñeteras bromas telefónicas. Soltó una potente carcajada que me hizo daño en el tímpano y luego me preguntó qué tal estaba.
"Delinquiendo". Humor sobre descargas ilegales por internet; soy el ingenio personificado.
"Eso está bien. Cucha, igual te parece tarde, sé que eres uno de esos que no les gusta salir a estas horas, pero me apetecía conducir y he pensado que, quizás, a lo mejor, pudiera ser que quisieras dar una vuelta en coche. O no. No sé. Nunca se sabe que vas a decir.
Pienso la cuestión muy poco.
"Good. ¿Cuánto tardas?"
"Estoy debajo de tu casa, de hecho".
El cabrón sabía perfectamente que iba a decir que sí antes de que yo mismo meditara la cuestión. Además, la verdadera gracia estaba en que yo realmente hubiera dicho que no porque no tenía ganas de salir, pero mientras estaba sentado escuchando música, había estado mirando por la ventana, pensando en lo bien que estaría variar de paisaje (No es estimulante ver día tras día el mismo bloque de viviendas feo y viejo desde tu ventana), así que cuando me ofreció el paseo, inmediatamente me visualicé a mí mismo viendo a través de mi ventana un paisaje nocturno móvil.
"Dame un momento, ahora bajo", dije antes de colgar el teléfono.
Me puse mi camiseta negra Springfield, los vaqueros nuevos Levis y mi chaqueta gris sin marca (pero con muchas cremalleras, para compensar), cogí las llaves de casa, el móvil, mi cartera de pobre y bajé a la calle. Allí estaba Auster, esperándome en su Audi A4 con el motor encendido y una sonrisa en la cara.
"Vamos, Candela".
"Voy, voy".
Rodeo el coche negro metalizado y entro en el lado del copiloto. Huele a nuevo. Huele a Best-Seller.
"¿Alguna preferencia de viaje, señor Dante?", me pregunta.
"Drag me to Hell, Virgilio".

Continuará...