domingo, 31 de octubre de 2010

La Divina Comedia: El Hombre Invisible (III)

Cuando uno va a hacerse una limpieza dental y un blanqueado, lo primero que te dice el dentista es "no bebas café, ni refrescos ni nada con colorante en al menos 24 horas". Al menos mi dentista me dice eso. Y te lo dice por razones más que obvias: el blanqueado se puede ir al carajo.
Lo mismo ocurre con las personas. Te manchan. Y cuando lo que te pasa es que tu cuerpo se ha vuelto invisible el resultado es algo más rocambolesco. Las personas no se limitan a mancharte, a dejar su huella, sino que hacen que todo lo demás sea invisible.

Tesla me lo explicó mientras yo me desnudaba y maquinaba mis planes de diversión.
Cuando el suero de la invisibilidad entra en el riego sanguíneo, hace reacción con el hierro y otras sustancias, provocando que todo elemento en contacto con el aire desarrolle unos cristales microscópicos que desvían la luz, provocando el efecto óptico de que no hay nada ahí. Así, todo tu cuerpo (piel, ojos, pelo, uñas, incluso el aparato respiratorio) desaparece a la vista.
Sin embargo, cuando esto ocurre, al igual que con un blanqueado dental, la zona tratada se vuelve extremadamente sensible. Pero en el caso de la invisibilidad, hay un elemento que se ve especialmente afectado: las células fotoreceptoras del interior de los ojos.
Como bien se sabe gracias a la EGB, las células fotoreceptoras alojadas en la retina son las que captan la luz que entra a través de la cornea y se encargan de convertirlas en impulsos eléctricos que viajan por el nervio óptico hasta el cerebro, que es quien se encarga de descifrar la imagen.
Cuando el suero de la invisibilidad se expande y llega hasta los ojos, estas células ultrasensibles se vuelven estúpidas y empiezan a putear al cerebro.
Claro que esto sólo lo supimos después.
Lo suyo hubiera sido que me quedara en el laboratorio de Tesla, con los ojos vendados, haciendo vida de ciego hasta que el suero se asentase, momento en el cual me vería libre para salir a la calle y aterrorizar a la gente.
No hubiera tenido que esperar más de un par de horas más.
Pero en el momento que me vi (o mejor dicho, que no me vi) en el espejo, no pude refrenarme. Terminé de  quitarme toda la ropa y salí a la calle dando gracias de vivir en Sevilla y así no morir de frío y preguntándome que había sido de aquel sentimiento de anclaje a la cordura.

Estaba nervioso. No sabía que hacer. Tanto poder... Miraba a todas partes, en busca de víctimas a las que asustar, gente con cara de idiota a la que pegar collejas, casas viejas en las que meterme para mover muebles de un lado a otro... ¡Demasiadas cosas!
Decidí no pensar y solamente actuar.
Vi un carrito de bebé y pensé que sería divertido emular la primera escena de los Cazafantasmas 2, esa en la que el carrito del hijo de Sigourney Weaver huye por la ciudad empujado por un fantasma. O mejor: ponerme en mitad de la Avenida de la Constitución y pegar un grito escalofriante para luego contemplar la cara de la gente. O quizás entrar en la catedral y ver que se podía hacer. O... yo que sé.
De repente me sentí decepcionado.
Allí, en mitad de la calle, invisible y sin poder aprovecharlo.

Fue entonces cuando te vi. Larga falda marrón. Camiseta de tirantas azul.
Supongo que desde que Tesla me puso la inyección no había mirado a nadie a la cara directamente, o si lo había hecho debían de tratarse de personas sin color, vacias, sin nada que aportar. Tú fuiste como un concentrado de café, refresco y colorante lanzado directamente a mis células fotoreceptoras.
Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Mi cerebro pegó un chispazo y por un momento se quedó bloqueado.
Todo se detuvo y tu melena rubia, tus ojos marrones, tu sonrisa eterna, tus mejillas comestibles y tus curvas de muerte quedaron grabadas como una estatua mental.
Y el mundo desapareció. Literalmente. La gente hizo "plof" y desapareció como si todos se hubieran puesto el suero de la invisibilidad de una forma sincronizada. Y sólo quedaste tú.

Me mareé. Me entraron náuseas.

Asustado, volví al laboratorio a que Tesla me echara un vistazo. Bueno, "vistazo". Corrí por la calle chocándome con todo y con todos, pero no lo podía remediar porque no veía a nadie más. Era aterrador tanto para mí como para ellos porque yo no sabía por donde moverme para no acabar con la nariz hundida en la cara y la gente se veia, lógicamente, incapaz de apartarse del camino de un hombre invisible.
"¿Ya de vuelta, Ale?", dijo cuando sintió mis pasos desnudos en el suelo de madera.
Me acojoné aún más, porque no le veía.
"Nikola, sal ya, joder, esto no tiene gracia".
"¿Que salga de dónde? Estoy aquí".
La voz venía de mi izquierda.
"¿Te has puesto también el suero?", pregunté.
"¿Yo?, ¿Estás loco?, ¿Sin saber antes qué efectos tiene?".
"Esto no tiene puta gracia", dije mientras me ponía la ropa.
"Pero tío, ¿qué coño ha pasado?".
Se lo conté. Le conté que salí a la calle, le conté que te vi y que después me quedé solo, que el mundo desapareció, que solamente te podía ver a ti. Sorprendentemente, fue reapareciendo poco a poco ante mis ojos mientras le hablaba. Y la expresión con la que apareció me perturbó, pues ya no era el Tesla risueño y bonachón, sino el científico gravemente preocupado.
"Vamos a verte mejor", dijo.
Me llevó hasta la zona clínica. Allí me puso millones de electrodos, me hizo varios TAC's con su escaner casero y me tuvo en observación unas cuantas horas. Pudimos comprobar que todo iba más o menos bien hasta que pensaba en ti. Cada vez que eso pasaba, Tesla y el gato desaparecían.
Pronto empezó a realizar unos experimentos sencillos. Me pedía que pensara en ti y que mientras hojeara una playboy... El cabrón quedaba fascinado cuando le decía que en la revista solo había muebles y artículos. No había fotos de personas. Ni en el poster gigante despegable.
"¿En serio no ves a Miss Septiembre?".
"Ahí no hay nadie".
Después probaba a darme otras distracciones, como resolver puzzles, problemas de lógica y cosas así, para ver si lograba hacerme olvidarte durante un rato y cuando lo lograba, las conejitas volvían a aparecer, junto con Amperio, que acudía ronroneando a mi lado.

Pasé varios días allí, realizando todo tipo de pruebas y tests, sin pararme a pensar que no me había puesto el antídoto para el suero. Así vivía yo, convertido en una bata de invierno voladora con zapatillas. Y la verdad es que no me importaba. Solía coger vendas y gasas y envolverme con ellas como si fuera un paciente grave de la unidad de quemados, emulando a los hombres invisibles de las películas clásicas. Era divertido. La única pega es que a Amperio le gustaba lanzarse a por los trozos que quedaban colgando y terminaba por desgarrarme mi piel de tela, por lo que en vez de un hombre invisible parecía una momia mal cuidada. También era maravilloso beber líquidos y ver como caían por mi interior hasta que desaparecían en la invisibilidad de mi cuerpo. O aliviar mis ansias por asustar haciendole pequeñas putadillas a Tesla, quien se vengaba de mí con preguntas sobre tu aspecto, provocando así mi extraña ceguera social.
Fueron unos días especialmente raros de mi vida.

Al final, llegaron los resultados.
Y, básicamente esto fue lo que pasó.
Tu imagen quedó impresa de tal forma en la retina que las células y los nervios ópticos perdieron el juicio y se mezclaron con el suero de tal manera que, cada vez que te veo, todo lo demás se vuelve invisible a mis ojos.
Pero ahí no quedó la cosa. El cerebro se dañó más de lo que pareció en un primer momento y la afección no sólo se limitaba a la vista, sino también al área de los recuerdos. A mi mente le costaba diferenciar lo que veía de lo que creía ver debido al trauma ocasionado, por lo que a veces bastaba con provocar un recuerdo o un pensamiento para que mi visión se jodiera.
En otras palabras: pensar en tí es lo peor.

¿Qué hacer? Nada. Para esto no había cura. Y, al parecer, para mi invisibilidad tampoco.
Me puse la inyección que contrarrestaba la primera y no ocurrió nada. Rompí a llorar.
Resultó que había pasado tantos días sin administrarme el antídoto que al final mi organismo había asimilado el suero. 
Me había quedado así. Invisible. 
"No te preocupes", me decía Tesla. "Encontraremos la solución".
Pero no la encontramos y seguimos sin encontrarla.
Lo único que pudimos hacer es crearme una segunda piel sintética cultivada con mi ADN con la que vestirme. El chaval es mañoso y se le da bien el tema de las manualidades, por lo que no tardó en crearme un traje de mí mismo. El concepto es similar al traje de neopreno de un buzo, solo que está tuneado con mi forma, mi pelo, mi textura, mi olor y mi pelo. Incluso le crece la barba. También me fabricó unas lentillas exactas a mis ojos. Cuando me hube puesto todo, nadie hubiera dicho que por dentro no había nada. Me miraba al espejo y me veía de nuevo, pero al mismo tiempo no era yo. Era una carcasa. Una cáscara. Un disfraz de mí mismo.
"No desistiré", dijo. "Te prometo que encontraré una cura".
"Gracias", le dije cuando salí por la puerta.

Volver a la calle era extraño. La gente me podía ver, pero no me veían realmente. Me seguía sientiendo invisible y había algo dentro de mí que no estaba bien. Algo que, años después, sigue sin estar bien. Algo que no logré descifrar hasta hace poco.

Al final te conocí. Y me conociste. Lo supiste todo excepto lo que acabo de contar, pero ahora ya lo sabes también. Como también sabes ahora por qué te conozco tan bien si no hemos estado apenas juntos en todo este tiempo. Sencillamente porque me quito la piel y te sigo. Una habilidad que tenemos los hombres invisibles.

Es una enorme putada porque yo solo te puedo ver a ti cuando estás y tu puedes verlos a todos excepto a mí.

Y con eso tengo que cargar. Con centrarme en otras cosas para poder vivir en un mundo con gente. Con poner mi cabeza y mi mente al 100% en las clases, en los trabajos, en los estudios, en las juergas, en las tonterías, en los poemas, en los relatos y en cazar ese mosquito que quiere chupar mi sangre invisible y al que le hecho la culpa de no dormir por las noches.

He aquí otro pequeño secreto de mi vida.

En cuanto a Tesla... me llama un par de veces al año para decirme que aún no ha tirado la toalla conmigo, que algún día desarrollará la cura y que podré vivir sin mi máscara de mí mismo.
El viejo Tesla... Nos hemos distanciado. No sé por qué, la verdad, eramos íntimos, pero estas cosas pasan. Supongo que es porque ya lo relaciono con todo lo que pasó y me trae recuerdos de una vida pasada que no deseo que vuelva... Pero le echo de menos. Echo de menos meterme con él diciéndole que se parece a David Bowie.
No sé.
Quizás le llame.



FIN


Y la gente sigue desapareciendo cuando tú estás y cuando tú no estás y cuando estás no me ves y cuando te veo bailar te veo bailar a ti sola y cuando te veo con gente te veo con gente a ti sola y cuando te veo reír te veo reír a ti sola y cuando te veo llorar te veo llover y cuando te veo gemir te veo llorar 
y cuando te veo cantar te veo feliz 
y cuando te veo abrazar te veo querer 
y cuando te quiero te dejo de ver y cuando te veo desnuda me veo con hambre 
y cuando te veo sin mí, a mí no me veo.

La Divina Comedia: El Hombre Invisible (II)

Sonaba un taladro o algo. No lo pude poner en pie.
El laboratorio de Nikola Tesla era el que a mí me hubiera hecho ilusión tener cuando quise ser científico: Un futbolín, una máquina de discos sesentera junto a un pinball y posters de películas y grupos musicales por todas las paredes y una diana de dardos con una foto de Edison. Algo suave de Van Halen decoraba aún más el ambiente.
La puerta de la casa siempre estaba abierta, por lo que no tuve que llamar al timbre para entrar. A Tesla no le importaba lo más mínimo que entraran a robar porque decía que el material que tenía allí era demasiado complejo como para que un ladrón supiera que hacer con él. A Tesla sólo le podía robar Tesla.
Me adentré en el laboratorio de soltero (Cosa de la que me arrepentiré para siempre) sin más recibimiento que el maullido de Amperio, su gato, al que no pude localizar por ninguna parte, y el sonido mecánico que venía del solitario y feo rincón gris, lleno de cacharros, aparatos y cables que había cerca de los ventanales del ático: el único lugar que daba una excusa para llamar "laboratorio" a aquello. Seguí el ruido y allí encontré a Tesla, vestido con su típica camiseta hawaiana de palmeritas y estrellas de mar y un máscara de soldador para protegerse de las virutas encendidas que saltaban de una lámina de acero que cortaba con cuidado. Levantó una mano, indicándome que esperase un momento. Intenté deducir que puñetas estaba construyendo, pero no se me ocurría nada que no fuera una bombona de butano del tamaño de un ser humano.
La lluvia de chispas cesó y con ella el ruido que estuve escuchando desde que entré. Mientras Van Halen recuperaba protagonismo, Tesla se levantó la visera a la vez que se incorporaba, se quitó el guante de la mano derecha y estrechó a mía.
"¡Pero si es Alejandro Candela!"
"Qué pasa, Nik".
"Has tardado 0'2 en llegar, ¿tanto me echabas de menos?"
"Es lo que pasa cuando me picas la curiosidad".
"Oh, sí, esto te va a encantar".
Me hizo señas para que le siguiera mientras andaba hacia alguna parte y me decía:
"Hacía... ¿cuánto?, ¿Un año?, ¿Dos?, ¿Cuánto hace que no nos vemos?".
"Mucho, sí".
"Pues me acuerdo de ti a menudo y me digo una y otra vez que tengo que llamarte para quedar y tomar algo por ahí, pero siempre se me va... Espero que no me tengas rencor por el distanciamiento".
"Suele pasar", le dije con sinceridad. Por supuesto que no le tenía ningún tipo de rencor ni nada por el estilo. "Es más, me ha alegrado que me llamaras. Me ha venido bien el paseo. Estoy empezando en nueva carrera y estoy nervioso".
"¿Ah, sí? ¿Te has salido de ingeniería?"
"Yep".
"Así, se hace. Las ciencias no traen nada bueno, amigo mío... ¿Y en qué te has metido?"
"Filología Inglesa".
"¡Já! ¡Tócate los huevos! Desde luego la visión de futuro no es lo tuyo, Candela".
"Vete al carajo".
"¡No te mosquees, hombre! Es broma. Mira, para que te sientas mejor, te voy a contar para qué te he traído aquí hoy... Estaba limpiando los cajones del escritorio cuando me encontré un frasco. No tenía ni idea de qué era, algo que se habría dejado olvidado el antiguo dueño de la casa, me imagino. El caso es que estaba vacío y lo iba a tirar, pero me resultó raro que pesara tanto para se tan pequeño y estar, eso, vacío. Y como soy un genio, me dio por averiguar la razón. Me puse en mi mesa de trabajo, hice cálculos, diseñé experimentos, despejé incógnitas, deduje X, le sumé Y y Z y cuando lo tuve todo a punto, cogí el frasco y lo agité con fuerza. Sonaba como si estuviera lleno de agua, pero no había nada dentro. Al menos no se veía nada".
"Bueno, tú sabes. Dicen que el agua es transparente".
"Tú madre sí que es transparente", me replicó mientras llegábamos al fregadero. "Pues eso. Abrí el bote y salió un olor dulzón. Como caramelo. Al principio pensé que el bote había estado lleno en su día de jarabe para la tos y que el sonido que hacía al agitarse era consecuencia de la resonancia provocada por un yo de una dimensión paralela que agitaba un bote que sí estaba lleno de verdad. Un sonido fantasma de otra dimensión".
"Un razonamiento lógico".
"Sí, lo sé, ¿a que soy la polla?"
"¿Qué era al final?"
"Pues... metí una jeringuilla, saqué un poco y lo puse en el microscopio de ultrabarrido sistemático que diseñé únicamente para ello y lo analicé. El resultado me dejó... muerto. El puto papel del análisis salió en blanco. Era como si dentro del frasco realmente no hubiera nada de nada. Me frustré. Así que le metí un jeringazo al gato".
"¿Que qué?"
"Amperio está ya más que acostumbrado a estas cosas".
"Deja ya en paz al puto gato, coño".
"Bah, no pasa nada. Incluso yo creo que disfruta".
El gato maulló de nuevo por alguna parte y entonces comprendí por qué no lo había visto al entrar.
"Me estás diciendo que lo que hay dentro de ese frasco..."
"Sí, eso. El gato desapareció. De golpe. Desvanecido. Como si se hubiera puesto el Anillo Único. Zas y ya no hay gato".
De pronto sentí algo rozándose con mi pierna y pegué un salto a ver que no había nada.
"¡Hostia!"
"¡Qué!"
"¡El gato!", supuse.
"¡Cógelo!"
Me agaché, pero no toqué nada. Ya no estaba. Palpé el aire unas cuantas veces a mi alrededor y nada.
"Ya no está".
"El bastardo se lo está pasando en grande".
"¿Puedes curarlo?"
"Esa es la cuestión. Sí, puedo. Pero no puedo cogerlo y ponerle en antídoto".
"¿Hay antídoto?"
"Sí. Lo diseñé en un momento, metiendo una muestra en el intercambiador de polaridad subatómico. Lo he probado con ratas y funciona perfectamente".
Era un consuelo. Para mí y para el gato.

Pasamos toda la mañana y parte de la tarde intentando cazar al gato invisible, pero todos nuestros planes fracasaban. Creo que en parte se debía los tratamientos de desarrollo de inteligencia que Tesla le había estado suministrando al animal y ahora que el bicho era un felino superdotado, era capaz de disfrutar de su sentido del humor y de nuestra humillación como especie de una forma mucho más exquisitamente malvada. Finalmente optamos por esconderle la comida y dejarle una lata de atún abierta en el interior de una jaula-trampa que compré (con mi dinero) en una tienda de cacería.
Mientras esperábamos u guardábamos silencio, me puse a pensar en aquel milagroso suero de la invisibilidad... ¿Qué debía sentir el gato? No podía sacar conclusiones que no estuvieran relacionadas con el placer de la ocultación y el poder de la libertad.
Y ahora, echando la vista atrás y recordando aquel momento, no puedo sino reírme por lo estúpido que fui. Las consecuencias de aquella tarde fueron terriblemente dolorosas y ninguno de los que estáis leyendo esto puede imaginar aún (a no ser que esto sea una relectura, claro está) lo que me iba a deparar el contenido del maldito frasco.
Un chasquido metálico nos avisó de que la jaula se había cerrado, así que nos acercamos a ver. Había algo siniestro en aquella jaulita vacía pegando saltos como si estuviera poseída mientras Amperio hacía lastimosos gritos propios de un gato derrotado. Tesla no esperó más e inyectó el antídoto en el aire a través de los barrotes. Era fascinante ver como el líquido se distribuía en la nada hasta formar un sistema circulatorio con la forma de un pequeño mamífero doméstico hasta que poco a poco fueron apareciendo unos dientes que flotaban. Luego unos ojos. Luego unas orejas. Luego un rabo. Y, al final, el cuerpo de un gato sobrealimentado con cara de listo.
"Te cacé, cabronazo", dijo Tesla entre risitas estúpidas.

Un rato después estaba yo jugando al pinball mientras él examinaba al gato. No parecía encontrar ningún tipo de efecto secundario y los análisis indicaban que la salud del bicho seguía estando en perfectas condiciones.
Cuando estaba a punto de romper mi propio record de puntos, Nikola me dijo:
"Bueno... ¿te atreves?"
"¿A qué?"
"A chutarte con esta mierda". Otra risita tonta.
"Paso", dije, aunque lo estaba deseando.
"¿Cuando se te va a presentar una oportunidad como esta en la vida?"
De nuevo repito que ojalá no se me hubiera presentado. Lo que pasó luego fue demasiado horrible. Pero por entonces no tenía ni idea de que la invisibilidad pudiera tener consecuencias como aquellas.
"¿Y por qué no te pinchas tú?"
"Porque entre lo que he gastado en las pruebas y los test con los animales solamente me queda una dosis para un humano adulto y la cantidad necesaria para elaborar el antídoto... Y no, no sé reproducirlo. Lo he intentado y no sé cómo. De todas formas una cosa como esta estará patentada, digo yo, y el antiguo dueño del piso puede aparecer y demandarme... Y tú siempre me hablabas de tus deseos infantiles de ser invisible. El poder. Asustar a la gente. Vengarte de los estúpidos ¿Lo recuerdas? Por eso te mandé el sms. Sabía que vendrías. Considéralo un regalo para ti".
Realmente yo quería. Y el quería. El único problema es que algo dentro de mí me decía que iba a ser una muy mala idea.
Pero... qué carajo.
"De acuerdo, hagámoslo".
Nikola aplaudió, aparentemente más emocionado que yo. El gato saltó de la camilla y se fue por ahí, harto de nosotros.
"¿Seguro que no quieres guardar lo que queda?", le aconsejé mientras me quitaba la camisa y me tumbaba en donde momentos antes había estado Amperio.
"Naaah... Pa qué".
No soy lo suficientemente inteligente como para debatir tal argumento salido de la boca de uno de los mayores genios científicos de la humanidad, así que extendí el brazo olvidándome de mi respeto hacia las agujas. Se acercó con la jeringuilla aparentemente vacía.
"¿Seguro que la mierda esa tiene algo? A ver si me vas a inyectar aire, capullo".
"Tchss, estate quietecito y calladito" dijo él imitando al grandullón de la Milla Verde.
"¿Me va a doler?".
"El gato no se quejó".
"Ya, pero..."
No me dio tiempo a terminar la frase. Me clavó la aguja en el antebrazo y empujó el émbolo. Noté algo frío recorriéndome el cuerpo. Empecé a sudar. El corazón se desbocó. Sentí que me desmayaba y que algo no iba bien.
Entonces fue cuando me miré las manos y las vi desvanecerse como si fuera un Marty McFly cambiando el pasado. Ahora era unos pantalones hinchados de aire. Unos botines fantasmas. Un bulto en la camilla.
Tesla me miraba. O miraba el lugar donde instantes antes había estado.
"Esto, amigo mío, ha molado más que con el gato".

Era mitad estimulante, mitad vergonzoso. Estaba ahí, delante de un espejo de cuerpo entero y solamente se veían mis vaqueros. De una forma instintiva fui y me puse de nuevo la camisa, abrochando hasta el botón del cuello y los de las mangas. Entendí entonces la necesidad de los hombres invisibles de la literatura de cubrirse el cuerpo por entero. No es por ayudar a sus amigos a encontrarles ni para seguir sintiéndose sujetos integrados en una sociedad, sino por un extraño miedo a desvanecerse. Llevar ropa es como sujetarse el cuerpo para que no se evapore o se disuelva. Un ancla para la cordura.
Pasé así un par de horas, mirando mis puños invisibles, la forma del cuello de mi camisa llevando una no-cabeza, la manera en la que flotaba una naranja que estaba sujetando.
Poco a poco me fui acostumbrando a mi nueva situación.
Y me gustaba.
Estaba preparado.
"Vale", le dije a Nikola, que jugaba a los dardos con su diana de Edison. "Estoy preparado para salir a la calle".
"Perfecto", dijo tan feliz como yo.

Me sentí Griffin.
Me sentí el Joker.
Me sentí el puto amo.

Iba a ser la hostia.
Un día donde la palabra libertad adqueriría su máximo significado.

Pero no.
Porque ese fue el día que te conocí.


CONCLUIRÁ...

viernes, 29 de octubre de 2010

Con la luz de la calle

Besarla es tontear
en serio con el canibalismo.

Como echar al azar
el lugar para cruzar un abismo.

Tantos recuerdos muertos
que abrazarla es asir un osario.

Larga noche de conciertos:
"por favor, apaga la radio".

Tiembla mucho, pero no se asusta.
No le doy la espalda a los resabios
y encuentro vivo la felicidad oculta
en la comisura de todos sus labios.

martes, 26 de octubre de 2010

Los tiene

Tiene huevos
ir de honrado, solo,
con esta cara de bueno.

Tiene narices
ir por la vida sólo
para hacerlo todo más ameno.

Tiene huevos
ser un plan de pensiones
y no una subvención de desenfreno.

Tiene narices
ver un vaso roto
siempre medio lleno.

Tiene huevos
acabar apostando "NO"
y acertar el quince de pleno.

Tiene cojones
que te tenga delante
y que te eche tanto de menos.

domingo, 17 de octubre de 2010

Clavo

Pociones con trozos de pavo,
cócteles de vermut enlatado
y hechizos sin embrujo.

Vasos con olor a esclavo,
chupitos de banco del Prado
con aguardiente y orujo.

Tantísimo tinto de toro bravo...
creo que he bebido demasiado...
y he vomitado en tu dibujo...

Un clavo no quita otro clavo
cuando lo que tienes clavado
es un clavo edición de lujo.

Este maldito martillo fiel
no quiere quitar el clavo
que se ha fundido con mi piel.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Duele la pérdida de nada.

Duele la pérdida de nada,
la falta de pulso de la ilusión,
ser un artista-parche,
un trilólogo en Nueva York.

Duele el tiempo dedicado
a pintar una vida de juguete,
a plantar plantas de plástico,
a revelar un falsísimo carrete.

Hace daño la música, la poesía,
las constantes manos cogidas,
Hace daño decirte te quiero
y decírtetelo sin paracaídas.

domingo, 10 de octubre de 2010

La Divina Comedia: El Hombre Invisible (I)

A mi Laura Mihon,
que  disfruta especialmente
de estas historias...


Cuando era un lechón, soñaba despierto con ser invisible. La culpa era de mi constante afán de asustar a la gente... y la culpa de ese afán... bueno, supongo que tendría que ir a un psicólogo o algo para que me dijera porque me encantaba ver como la gente lo pasaba mal.
Me imaginaba apareciendo y desapareciendo a voluntad de la vista de las personas, pero permaneciendo allí como un ser tangible. Me imaginaba susurrándole a la gente cosas al oído, empujando carritos de bebés en los parques, tirando jarrones en las casas, vestirme desde los pues hasta el cuello y pasearme por ahí buscando mi cabeza...
Jugando a ser un fantasma.

Fue una etapa de la infancia, supongo, pero meterle miedo en el cuerpo a la peña me entusiasmaba. Así de simple. Me encantaba contar historias de espíritus, casas encantadas y asesinos a mis compañeros de colegio y ver como entraban en clase blancos como el culo de un noble, o como se marchaban a casa todos juntos en grupo para infundirse unos a otros la seguridad de la manada por si acaso eran atacados por el camino por alguno de los monstruos de los que hablaba.
"Ayer desapareció un niño de nuestra edad en el barrio de al lado. Es el segundo en un mes. La policía cree que hay un secuestrador de niños".
Eso captaba su atención, pero no era suficiente. Lo sublime era implantarles en la cabeza una imagen del terror que sus mentes no eran capaces de sacar de lo abstracto, así que daba un paso más allá.
"Es un hombre alto. Moreno. Afeitado. Te sonreirá mientras te habla, pero cuando menos te lo esperes, te meterá en un saco".
Es decir, les insertaba en su cabecita la idea de que cualquiera de las decenas de típicos transeúntes sevillanos que se encontrarían por la calle podía ser un asesino de niños en potencia. Los chicos y chicas vivían en un estado de perenne paranoia y a mí me encantaba. Daba sensación de poder. Tenía el control. Era un puñetero Jonathan Crane en miniatura y no había ningún murciélago cerca para detenerme. Aunque, por supuesto, unos se asustaban más que otros... pero pronto me di cuenta que el principal factor para causar el miedo no era la historia que se contaba, sino la forma en la que se hacía (cosa que más tarde entendí que era aplicable a todo en la vida), así que empecé a practicar diferentes formas de hablar... Unas veces lo hacía como el prota de alguna serie, otras como el narrador de un cuento, otras como un actor de teatro recitando un monólogo o como el presentador de un programa... Sin embargo, nunca lograba cautivar a todo el mundo (otra lección que aprendí pronto, esencial en el mundillo este de la narrativa). Ha de entenderse que cada una de estas representaciones eran llevadas a cabo por un niño de 8 ó 9 añitos, así que el efecto de la situación desde el punto de vista adulto tenía que ser bastante cómico, aunque mi público tenía mi edad y mis pequeñas maquinaciones iban dirigidos a ellos, por lo que tanto para mí como para ellos aquello era bastante serio.
Entonces, un día, sin quererlo ni planearlo, provoqué mi obra maestra.
Aparte de acojonar al personal, tenía otras muchas aficiones y entre ellas estaba la historia y los tesoros (influencia descarada de ver una y otra vez las pelis de Indiana Jones). En casa de mis tíos encontré un libro sobre una expedición (real) que partió a Turquía en busca de lo que se piensa son los restos del Arca de Noé, en lo alto del monte Ararat, y me lo leí. Al final del mismo, el autor metió, no recuerdo muy bien a santo de qué, un montonazo de profecías y teorías sobre el inminente fin del mundo y de cómo poco a poco se iban haciendo realidad. Era, como diría Iker Jimenez, cuanto menos, inquietante.
Me llevé el librito a clase de religión con la intención de enseñárselo a la profesora y ganarme algún positivo (pelota). Cuando se lo mostré y le conté lo de las profecías, me dijo que no me creyera esas cosas,  a lo que contesté, muy inocente yo, que por qué esto no lo debía creer si estaba en la Biblia y otras cosas sí. Me mandó a mi sitio sin contestarme y cuando mis amigos me preguntaron qué había pasado, les conté todo. Profecías apocalípticas incluidas. Sin comerlo ni beberlo, la clase entera empezó a preguntarle a la profesora si nos íbamos a morir todos. Aún recuerdo la escena y ahora, cuando la visualizo, me maravilla aún más. Dos docenas de niños proclamando el fin de los días, absolutamente convencidos de que el cielo podía ponerse a llover fuego en cualquier momento. La clase se acabó, pero a la siguiente hora, con otro profesor y otra asignatura, el tema seguía. Todo maestro que entraba por la puerta era interrogado. "Don Nosequién, ¿usted se ha enterado de que se va a acabar el mundo?", "Doña Nosecuál, ¿cuándo cree que pasará?". Todos nos daban largas. Decían que eran cuentos de hadas. Y cuanto más ignoraban el tema, más se caldeaba el ambiente. Supongo que es lo más cerca que he estado nunca de montar una secta. El pánico se mantuvo hasta que llegó Don Ángel, el maestro que, con toda seguridad, más me moldeó mi mente infantil. Don Ángel era lo que se dice un puto crack. Era el profesor de Ciencias Naturales, pero sabía de todos los temas y nos daba consejos para aprobar y aprovechar al máximo cualquier asignatura. Fue el primer sabio que se cruzó en mi vida y también quien acabó con la histeria colectiva de aquel día. Don Ángel, al entrar en clase y ver el ambiente, me pidió el libro, leyó las profecías y, mientras me lo devolvía, se dirigió a los demás: "Es cierto. El fin del mundo se acerca".
Me cagué.
Aquello juro que no me lo esperaba. Hasta ese momento yo había sido el creador del miedo y jamás había probado mi propia medicina.
¿Cómo?, ¿qué?, ¿perdona?, ¿que el fin del mundo se acerca?, ¿hola?
Lo que más me impactó fue la seguridad con la que lo dijo. Y esa mínima sonrisa que tenía, como si acabara de revelarnos un secreto únicamente reservado para un grupo de elegidos. Era como "vale, me habéis pillado, os lo voy a contar". 
Don Ángel se fue a la pizarra y nos contó que el mundo tal y como lo conocíamos llegaría a su fin pronto... porque la ciencia avanzaba a pasos agigantados y estaban próximos a descubrir en la cadena de ADN como eliminar el gen del dolor. Como alargar la vida. La agricultura genética lograba hacer cultivos más resistentes en cualquier parte del mundo. No habría hambre. La energía renovable y sostenible estaba a la vuelta de la esquina. No habría necesidad de guerras porque el Hombre estaría satisfecho. Inmortalidad sin dolor, paz, satisfacción. Eso, dijo Ángel, es el Paraíso. Así que sí, el libro tenía razón. El fin estaba cerca.
Qué cabrón. Le dio la vuelta a la tortilla como un verdadero profesional.
Yo, que me había acojonado por un momento, compartía ahora la sensación de paz general. Don Ángel nos había apaciguado y el miedo se había disuelto como humo de tabaco en un balcón.
Y encima, este simpático señor me enseñó una nueva forma de contar las cosas y que te crean...

Mi gusto por asustar con el tiempo fue derivando en gusto por divertir. Gusto por entretener. Gusto por enseñar, por sorprender, por maravillar. La cara de la gente mientras les cuentas una historia que les gusta, una anécdota que les apasiona, un consejo que necesitan... bueno, ya sea cara de terror o de alegría, la cuestión es eso lo que hace que narrar valga la pena.
Otra forma de decirlo es "gusto por llamar la atención". Pero seamos sinceros, eso lo tenemos todos. Lo que pasa es que cada uno lo hace a su manera.
Hasta los fantasmas lo hacen. Los muertos, me refiero, no los fantasmas vivos, que también.

Estaba pensando en esto cuando me llegó un sms de alguien a quien hacía mucho que no veía. Un viejo amigo de la infancia. ¿No es genial cuando estás pensando en algo y de repente ese algo se pone en contacto contigo?

Tngo l suero d la invisibilidad. Vas a flipar.
Vn al lboratorio kndo kieras/puedas/t slga d ls uevos.

El mensaje venía del teléfono de Nikola Tesla y antes de que saliera el salvapantallas de mi móvil, ya me había puesto la chaqueta y estaba saliendo por la puerta, de camino a su casa.



Continuará...

jueves, 7 de octubre de 2010

Ronchas

I

Las marcas de dientes en mi lengua
son producto de tus ganas de silencio.
Las marcas media-luna en mis manos,
testigos de constante resignación.

II

Miembros hinchados a picotazos
de mosquitos, hormigas y pullazos.


III

Por amor a la paz
(por miedo a la guerra)
enfrentamos cara y cara
en vez de boca y boca.

Por miedo al amor
(por amor a la nada)
silenciamos el corazón,
le das una bofetada.

IV

Regalar Afterbite por San Valentín
y Thrombocid en el aniversario.

lunes, 4 de octubre de 2010

Asunto: ajandemorenauar, jarl


Estimado Digo Diego:

¡Fallaste el reto! Me quedé esperando tu mail pero no me llegó. Muy mal, muy mal... De todas formas no te guardo rencor pues sé que eres un funcionario con una agenda apretadísima, aunque suene paradójico.
Te escribo hoy para hacerte una pequeña petición. Siempre hubo un poema tuyo que me encantó. Es breve y fácil. "Y estas ganas de ser Ulises en tu cuerpo". Lo recuerdas, ¿verdad? Pues escribiendo el otro día un poema (sí, me ha dado por ahí ahora) me encontré colocando esas palabras tuyas entre unos versos de mi cosecha y te quería preguntar si no te importa que lo utilice.

Sé que no es gran cosa (el poema) y que puede ser muy cutre, pero ha sido una buena catarsis.

Espero que me contestes pronto. ¡Un abrazo enorme!
Alejandro Candela Rodríguez.

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¡Amadérrimo Ale!

Perdona que no te haya llamado, pero tengo un lío enorme... Casa nueva, viajes, las clases, los kilómetros, las ausencias... Mil perdones.

Muchísimas gracias por insertar esa cita en tu poema, es todo un honor. Fíjate, ese uni-verso es, a pesar del tiempo y la distancia, de lo que más me siento orgulloso pasados los años. Está muy condensado. Dice muchas cosas, pero para mí hay una muy importante: no temas enamorarte, como Ulises no temió lanzarse a las aguas para volver as Ítaca. En Las sombras del agua [Diego Vaya, Editorial Alhulia] hay otro poema relacionado con este tema.

En cuanto a tu poema, me ha encantado: tiene ritmo y emoción, y está vivo, como un pez que salta en la red que recoge un pescador. Falta técnica, pero eso se gana con la edad y las lecturas. Pero para mí lo más importante es que has entrado ya en la escondida senda por la que han ido...

Un abrazo.
Diego Vaya.

domingo, 3 de octubre de 2010

Poison Aibi

Ser rubia no te justifica,
ni la otra rubia
en su buena barrica,
ni el vino
en tu graciosa barriga,
ni "me voy que
me aprieta la vejiga",
ni la carretera
como fácil salida,
ni tu lágrima
de niña perdida,
ni tu boca
quedándose sin saliva...
tener a mi corazón
pidiendo una lavativa.

A ver, tesoro, cómo justificas
llenarme la sangre con pesticidas,
sangrarme la pasión a medicinas,
medicarme mis justas siete vidas.