domingo, 10 de octubre de 2010

La Divina Comedia: El Hombre Invisible (I)

A mi Laura Mihon,
que  disfruta especialmente
de estas historias...


Cuando era un lechón, soñaba despierto con ser invisible. La culpa era de mi constante afán de asustar a la gente... y la culpa de ese afán... bueno, supongo que tendría que ir a un psicólogo o algo para que me dijera porque me encantaba ver como la gente lo pasaba mal.
Me imaginaba apareciendo y desapareciendo a voluntad de la vista de las personas, pero permaneciendo allí como un ser tangible. Me imaginaba susurrándole a la gente cosas al oído, empujando carritos de bebés en los parques, tirando jarrones en las casas, vestirme desde los pues hasta el cuello y pasearme por ahí buscando mi cabeza...
Jugando a ser un fantasma.

Fue una etapa de la infancia, supongo, pero meterle miedo en el cuerpo a la peña me entusiasmaba. Así de simple. Me encantaba contar historias de espíritus, casas encantadas y asesinos a mis compañeros de colegio y ver como entraban en clase blancos como el culo de un noble, o como se marchaban a casa todos juntos en grupo para infundirse unos a otros la seguridad de la manada por si acaso eran atacados por el camino por alguno de los monstruos de los que hablaba.
"Ayer desapareció un niño de nuestra edad en el barrio de al lado. Es el segundo en un mes. La policía cree que hay un secuestrador de niños".
Eso captaba su atención, pero no era suficiente. Lo sublime era implantarles en la cabeza una imagen del terror que sus mentes no eran capaces de sacar de lo abstracto, así que daba un paso más allá.
"Es un hombre alto. Moreno. Afeitado. Te sonreirá mientras te habla, pero cuando menos te lo esperes, te meterá en un saco".
Es decir, les insertaba en su cabecita la idea de que cualquiera de las decenas de típicos transeúntes sevillanos que se encontrarían por la calle podía ser un asesino de niños en potencia. Los chicos y chicas vivían en un estado de perenne paranoia y a mí me encantaba. Daba sensación de poder. Tenía el control. Era un puñetero Jonathan Crane en miniatura y no había ningún murciélago cerca para detenerme. Aunque, por supuesto, unos se asustaban más que otros... pero pronto me di cuenta que el principal factor para causar el miedo no era la historia que se contaba, sino la forma en la que se hacía (cosa que más tarde entendí que era aplicable a todo en la vida), así que empecé a practicar diferentes formas de hablar... Unas veces lo hacía como el prota de alguna serie, otras como el narrador de un cuento, otras como un actor de teatro recitando un monólogo o como el presentador de un programa... Sin embargo, nunca lograba cautivar a todo el mundo (otra lección que aprendí pronto, esencial en el mundillo este de la narrativa). Ha de entenderse que cada una de estas representaciones eran llevadas a cabo por un niño de 8 ó 9 añitos, así que el efecto de la situación desde el punto de vista adulto tenía que ser bastante cómico, aunque mi público tenía mi edad y mis pequeñas maquinaciones iban dirigidos a ellos, por lo que tanto para mí como para ellos aquello era bastante serio.
Entonces, un día, sin quererlo ni planearlo, provoqué mi obra maestra.
Aparte de acojonar al personal, tenía otras muchas aficiones y entre ellas estaba la historia y los tesoros (influencia descarada de ver una y otra vez las pelis de Indiana Jones). En casa de mis tíos encontré un libro sobre una expedición (real) que partió a Turquía en busca de lo que se piensa son los restos del Arca de Noé, en lo alto del monte Ararat, y me lo leí. Al final del mismo, el autor metió, no recuerdo muy bien a santo de qué, un montonazo de profecías y teorías sobre el inminente fin del mundo y de cómo poco a poco se iban haciendo realidad. Era, como diría Iker Jimenez, cuanto menos, inquietante.
Me llevé el librito a clase de religión con la intención de enseñárselo a la profesora y ganarme algún positivo (pelota). Cuando se lo mostré y le conté lo de las profecías, me dijo que no me creyera esas cosas,  a lo que contesté, muy inocente yo, que por qué esto no lo debía creer si estaba en la Biblia y otras cosas sí. Me mandó a mi sitio sin contestarme y cuando mis amigos me preguntaron qué había pasado, les conté todo. Profecías apocalípticas incluidas. Sin comerlo ni beberlo, la clase entera empezó a preguntarle a la profesora si nos íbamos a morir todos. Aún recuerdo la escena y ahora, cuando la visualizo, me maravilla aún más. Dos docenas de niños proclamando el fin de los días, absolutamente convencidos de que el cielo podía ponerse a llover fuego en cualquier momento. La clase se acabó, pero a la siguiente hora, con otro profesor y otra asignatura, el tema seguía. Todo maestro que entraba por la puerta era interrogado. "Don Nosequién, ¿usted se ha enterado de que se va a acabar el mundo?", "Doña Nosecuál, ¿cuándo cree que pasará?". Todos nos daban largas. Decían que eran cuentos de hadas. Y cuanto más ignoraban el tema, más se caldeaba el ambiente. Supongo que es lo más cerca que he estado nunca de montar una secta. El pánico se mantuvo hasta que llegó Don Ángel, el maestro que, con toda seguridad, más me moldeó mi mente infantil. Don Ángel era lo que se dice un puto crack. Era el profesor de Ciencias Naturales, pero sabía de todos los temas y nos daba consejos para aprobar y aprovechar al máximo cualquier asignatura. Fue el primer sabio que se cruzó en mi vida y también quien acabó con la histeria colectiva de aquel día. Don Ángel, al entrar en clase y ver el ambiente, me pidió el libro, leyó las profecías y, mientras me lo devolvía, se dirigió a los demás: "Es cierto. El fin del mundo se acerca".
Me cagué.
Aquello juro que no me lo esperaba. Hasta ese momento yo había sido el creador del miedo y jamás había probado mi propia medicina.
¿Cómo?, ¿qué?, ¿perdona?, ¿que el fin del mundo se acerca?, ¿hola?
Lo que más me impactó fue la seguridad con la que lo dijo. Y esa mínima sonrisa que tenía, como si acabara de revelarnos un secreto únicamente reservado para un grupo de elegidos. Era como "vale, me habéis pillado, os lo voy a contar". 
Don Ángel se fue a la pizarra y nos contó que el mundo tal y como lo conocíamos llegaría a su fin pronto... porque la ciencia avanzaba a pasos agigantados y estaban próximos a descubrir en la cadena de ADN como eliminar el gen del dolor. Como alargar la vida. La agricultura genética lograba hacer cultivos más resistentes en cualquier parte del mundo. No habría hambre. La energía renovable y sostenible estaba a la vuelta de la esquina. No habría necesidad de guerras porque el Hombre estaría satisfecho. Inmortalidad sin dolor, paz, satisfacción. Eso, dijo Ángel, es el Paraíso. Así que sí, el libro tenía razón. El fin estaba cerca.
Qué cabrón. Le dio la vuelta a la tortilla como un verdadero profesional.
Yo, que me había acojonado por un momento, compartía ahora la sensación de paz general. Don Ángel nos había apaciguado y el miedo se había disuelto como humo de tabaco en un balcón.
Y encima, este simpático señor me enseñó una nueva forma de contar las cosas y que te crean...

Mi gusto por asustar con el tiempo fue derivando en gusto por divertir. Gusto por entretener. Gusto por enseñar, por sorprender, por maravillar. La cara de la gente mientras les cuentas una historia que les gusta, una anécdota que les apasiona, un consejo que necesitan... bueno, ya sea cara de terror o de alegría, la cuestión es eso lo que hace que narrar valga la pena.
Otra forma de decirlo es "gusto por llamar la atención". Pero seamos sinceros, eso lo tenemos todos. Lo que pasa es que cada uno lo hace a su manera.
Hasta los fantasmas lo hacen. Los muertos, me refiero, no los fantasmas vivos, que también.

Estaba pensando en esto cuando me llegó un sms de alguien a quien hacía mucho que no veía. Un viejo amigo de la infancia. ¿No es genial cuando estás pensando en algo y de repente ese algo se pone en contacto contigo?

Tngo l suero d la invisibilidad. Vas a flipar.
Vn al lboratorio kndo kieras/puedas/t slga d ls uevos.

El mensaje venía del teléfono de Nikola Tesla y antes de que saliera el salvapantallas de mi móvil, ya me había puesto la chaqueta y estaba saliendo por la puerta, de camino a su casa.



Continuará...